Fiestas de la Cataluña de hoy

El día de Andalucía reúne en Hospitalet de Llobregat (Barcelona) a parte de una sociedad catalana surgida tras un siglo de inmigración

“Los catalanes teníamos miedo de los andaluces”, decía el párroco Enric Canet desde el escenario del recinto de La Farga, en l’Hospitalet de Llobregat. “No sin cierta vergüenza, he de reconocer que en los 70, cuando visité al barrio de Pubilla Casas [de Hospitalet], estaba preocupado por lo que me pudiera pasar”. Y, casi disculpándose, confesó: “Para nosotros [los catalanes], los andaluces eran los delincuentes”. Al decir esto, se produjo un murmullo entre el público. “Por eso, no he podido evitar emocionarme al ver las banderas de Andalucía y Catalunya juntas”. Minutos antes, una colla de castellers de la ciudad había desplegado sendas banderas desde las cumbres de dos torres humanas. El público se levantó y aplaudió efusivamente el gesto. Era aquel el día de Andalucía, el 28 de febrero, y su celebración en Hospitalet, una de las ciudades de Catalunya que más había crecido con la inmigración procedente de fuera de la región.

Castellers en el día de Andalucía // foto de Ramón Costa, publicada en elpais.com (Yo, periodista)
Hace un siglo, en 1912, un obrero español inmigrado a Cataluña decía a un periodista francés: “Los catalanes no quieren hablar con nosotros. Se reúnen en grupos aparte, para hablar o comer. Dicen que les quitamos el pan”. Así lo transcribió Jacques Valdour, católico francés, en su obra “El obrero español”. Pero en 1910 la inmigración en Catalunya sólo representaba un 5%. Insignificante si es comparada con la de 1930, que ya era de un 20%. En 1970, la cifra se sitúa en el 40%, siendo Andalucía la comunidad que más aportó. Sin embargo, estos datos sólo tienen en cuenta a los nacidos fuera de Cataluña, y no a la segunda generación de inmigrantes, sus hijos. La imagen demográfica no resulta completa. Es más revelador conocer que los catalanohablantes representaban el 45% de la población de 1975. No es de extrañar entonces que las repercusiones de los movimientos demográficos no pasaran desapercibidas para el Gobierno franquista. El Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga hablaba, en 1968, de “una castellanización por debajo, progresiva y constante, acompasada al ritmo expansivo de la industria e impulsada por diferentes índices de natalidad”.

Algunos ya se habían sentido amenazados antes por estos movimientos demográficos. Josep Vandellós escribió en 1935 que “el aumento de la inmigración puede cambiar la composición racial de nuestra tierra” y se quejaba de que, como Cataluña no tiene fronteras físicas, “no podemos hacer como otros países, que las cierran cuando les conviene y efectúan expulsiones más o menos disimuladas de trabajadores extranjeros en tiempos de crisis”. Y conjeturaba que “en 1965 nos podríamos encontrar con una población no catalana que representará la mitad de Cataluña”. La predicción no parece desacertada. Aunque todo depende de qué se entienda por “población catalana” y, en consecuencia, quién pertenece a ella y quién queda excluido. En 1958, en la obra “La immigració, problema i esperança de Catalunya”, el ex presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, lo definió así: “catalán es todo hombre que vive y trabaja en Catalunya, y hace de ésta su hogar”, y puntualiza que “excepto el que viene con prejuicios anticatalanes, el inmigrante, en principio, es un catalán”. La afirmación, sin embargo, parece diluirse cuando se extiende a una escala mayor: “somos contrarios al hecho de que como consecuencia de la inmigración, quede rota la unidad de Catalunya, o que Catalunya desaparezca como pueblo”.

En realidad, muchos autores asocian la catalanidad sencillamente al uso del catalán. Jordi Pujol, en la misma obra antes citada, dice que “un hombre que habla catalán, y habla en catalán a sus hijos, es ya de por sí un catalán de soca i arrel”. Aunque Vandellós opina de forma distinta. Los descendientes de inmigrantes nacidos en Cataluña, incluso aquellos que hablan perfectamente la lengua y “podrían parecer catalanes”, tienen “ciertas manifestaciones discordantes que nos hacen dudar de su catalanidad”. Por eso Vandellós se muestra reticente a la asimilación de la inmigración dentro del movimiento catalanista, ya que “la Catalunya [fruto de este catalanismo mestizo] no sería de ninguna manera continuadora de nuestra historia”. Desde una visión más actual, Josep Termes escribe en 1983 que “simplemente, el hecho de hablar catalán convierte a un inmigrante, socialmente, en catalán. Sea cual sea su origen o color de piel”. Esta última visión, que parece coincidir con la de Pujol, parece ser la que más ha prevalecido dentro del movimiento catalanista hasta el día hoy.

No en vano, el Estatut de 1979, en el artículo 3.1, dice que “la lengua propia de Cataluña es el catalán”, aunque también reconoce la cooficialidad del castellano con la del catalán. En este punto, conviene recordar que, hasta la aprobación de este Estatut, el uso oficial del catalán en las instituciones había estado prohibido. En todo caso, el hecho de señalar una lengua como propia de un lugar parece ser la confirmación del atributo de catalanidad que confiere, al menos desde una perspectiva política.

De vuelta al recinto de La Farga -en Hospitalet- Juan Moreno cuenta que él es “de la capital más bonita de España, de Graná” y mostrando con orgullo su bonito acento sureño –que combina bien con su tez morena- dice que vive en Cataluña desde 1966 y que se siente como un catalán más. Juan no se despega del “niño” para remachar sus frases. María Herrera -una mujer mayor, rubia y de rostro afable- es de Córdoba y está “comodísima” en Cataluña, donde vive desde hace 52 años. Ella se siente catalana y andaluza por igual. Manuel Soriano, bajito y con ganas de hablar, también es de Córdoba y hace 40 años que vive en Cataluña. Manuel, sin embargo, reconoce que le molesta que le hablen en catalán porque “ni lo entiende, ni lo sabe”. Recuerda cuando en la fábrica los jefes hablaban entre ellos en catalán y él no podía seguir la conversación. Tampoco Juan ni María hablan catalán, pero esto no impide que digan sentirse catalanes. Y es que, según el Institut Català d’Estadística, para el 46’5% de los ciudadanos de Cataluña su lengua de identificación es el castellano, para el 37,2% lo es el catalán y para el 8,8% lo son ambas.

De las estadísticas, podría desprenderse la existencia de una cierta división entre la Cataluña castellana y la catalana. En una entrevista exclusiva, el Ministro de Trabajo e Inmigración, Celestino Corbacho, opina que “aunque hubo un momento en el que había como dos Cataluñas, hoy creo que podemos hablar de una sola Cataluña, donde ya el origen pierde importancia, menos para los fanáticos. La prueba de esa realidad de fusión la evidencia hoy, quizás mejor que nadie, el máximo representante de Cataluña, su presidente, un inmigrante. Una persona que vino de Andalucía y que hoy ostenta la máxima representación de una institución con más de 650 años”. José Montilla es el actual presidente de la Generalitat y, como muchos catalanes, de origen cordobés, ya que nació en la localidad de Iznájar. A los dieciséis años emigró a Cataluña y se afilió al PSC (Partit dels Socialistes de Catalunya). Fue alcalde de Cornellá de Llobregat, después Ministro de Industria y finalmente presidente de la Generalitat. El propio Montilla ha declarado que “[a los inmigrantes] nadie nos regaló nada, pero tampoco nadie nos negó nada”.

Pero Montilla tampoco está exento de críticas relacionadas, en mayor o menos medida, con su condición de inmigrante al frente del Govern. Desde Cataluña, en el programa de sátira política Polònia, de TV3, son continuos los gags sobre el catalán imperfecto del President. Otros le han criticado una supuesta deriva nacionalista. En televisión, en el programa Tinc una pregunta per a vosté, de TVE, Montilla –en condición de presidente de la Generalitat- se dirigía en catalán a ciudadanos de Cataluña que le preguntaban en castellano [vídeo]. Sobre este asunto, Corbacho opina que “Montilla reflejaba a nivel institucional lo que es normal en la calle, la utilización indistintamente del catalán y el castellano” y apunta que “Montilla no es una persona dogmática en ese sentido”.

La historia de Celestino Corbacho no es muy diferente a la de Montilla, y tantos otros catalanes. Nació en 1949, en una población de Badajoz, en Valverde de Leganés. Su padre era campesino. A los 13 años emigró a Barcelona, para reunirse con dos hermanos que ya se habían ido antes. Comenzó como aprendiz en una imprenta mientras vivía en una habitación de alquiler, con cuatro personas (dos eran sus hermanos). Entró en política en 1976, cuando se afilió al PSOE, y en 1994 fue elegido alcalde de Hospitalet de Llobregat. El gran salto lo dio en 2008, cuando el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, lo designó Ministro de Trabajo e Inmigración. A pesar de trabajar ahora en Madrid, dicen personas cercanas al entorno del Ministro que cada fin de semana va a Hospitalet. Corbacho sabe bien qué es ser un inmigrante, porque él lo es, o lo fue. Por eso, quizás, en La Farga, aquellos que migraron hace cuarenta años de Andalucía a Cataluña lo sienten como a un igual. Alrededor del Ministro, una multitud quiere abrazarle, darle besos, hablar con Corbacho, el ahora el Ministro y antes alcalde de la ciudad. Él los atiende pacientemente, uno por uno.

Para Corbacho la fiesta de Andalucía representa “la fusión entre la Cataluña de hoy, la real –matiza-, y aquella otra Cataluña que vino hace 30 o 40 años. Que no vive de nostalgias pero que, en cambio, se reencuentra en el día que conmemora volver a sentirse, y ser, del pueblo andaluz. La fiesta de Andalucía también es la fiesta de la Cataluña real”. Quizás recordando su origen extremeño, Corbacho puntualiza que “Más allá de que la fiesta oficial de Cataluña sea el 11 de septiembre, Cataluña tiene muchas fiestas. La de todas esas realidades que han hecho rica a Cataluña”.

La celebración acabó con bailes de sevillana. Hombres y mujeres moviendo sus manos al paso de una guitarra flamenca. Pero aquella mañana, en La Farga había sonado el himno de Els Segadors. Un coro rociero cantó Bon cop de falç y un millar de personas nacidas en Andalucía lo escucharon como si fuera el suyo propio. Después, una colla de castellers extendió la bandera andaluza y catalana unidas. El público se puso en pie y aplaudió con fuerza el gesto de hermandad.

Cuando el párroco, Enric Canet, subió al escenario, reconoció haberse sentido emocionado. Después dijo que “además de a los andaluces, tampoco hay que olvidar a los marroquís, ni a los paquistanís, ni a los latinoamericanos…”. El público entonces murmuró. El párroco había mencionado –más aún, les había relacionado- con los inmigrantes, aquellos a los que se desprecia, se teme y se asocia con delincuencia.
Sergio Uceda

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